Una vez era una viuda, cuya sola adoración y cuyo solo contento se cifraban en una hijita que tenía. Una hijita tan bonita y tan blanca como un rayo de luna sobre nieve; de ojos negros, dientes menudos, color rosado. Y todas las tristezas de la viuda se convertían en felicidad al calor de los besos de su hijita.
Una vez, con sus ahorros la viuda compró a su hijita unos aretes; prendidos de sus orejas y resaltando sobre sus cabellos, eran como dos estrellas en una noche obscura. La viuda estaba loca de satisfacción. ¡Era tan linda su hijita, tan buena y tan adorable! Y tenía una voz tan fina como el cantar de un jilguero.
Una vez, con sus ahorros la viuda compró a su hijita unos aretes; prendidos de sus orejas y resaltando sobre sus cabellos, eran como dos estrellas en una noche obscura. La viuda estaba loca de satisfacción. ¡Era tan linda su hijita, tan buena y tan adorable! Y tenía una voz tan fina como el cantar de un jilguero.
Una tarde se presentó en su casa con otras amiguitas de su barrio y le suplicó a su madre que la dejara ir al río. El tiempo calentaba como hoguera; el sol achicharraba la campiña; el agua, plácida y mansa, era como tentación. Las amiguitas dijeron para apoyar la súplica:
—¡Ande, sí! Déjela usted... Ya nosotras la cuidaremos.
Y la madre la dejó; y llegaron al río y se bañaron; y la hijita de la viuda temió que se le perdieran los aretes, y antes de entrar en el río se los quitó y los puso en una piedra. ¡Lo que se divirtieron en el agua! ¡Lo que gozaron las niñas chapuzándose, nadando, arrojándose el agua unas a otras! Tanto, tanto, que salieron, se vistieron, se alejaron, riéndose todavía, y ninguna se acordó de los aretes.
La hijita de la viuda se acordó a la mitad del camino, cuando iban ya desapareciendo las luces del crepúsculo; cuando ya se quedaban solitarios los senderos de la aldea.
La hijita de la viuda se acordó a la mitad del camino, cuando iban ya desapareciendo las luces del crepúsculo; cuando ya se quedaban solitarios los senderos de la aldea.
— ¡Ay, Dios mío, que se me olvidaron los aretes!
Las niñas que la acompañaban tuvieron miedo de volverse, y la hijita de la viuda se fue sola por la campiña lejana. Llegó a la orilla del río, y en vez de con los aretes, se encontró con un hombrón. Un hombrón de cara muy roja, de pelo muy largo, de ojos muy brillantes, sucio, borracho, roto; un hombrón que le dijo así, mostrándole los dientes y las uñas:
—¡Vaya, muchacha, que te agradezco la visita!Y la metió en un zurrón y se echó el zurrón al hombro.
Y anda que te andarás... que te andarás por esos mundos de Dios, llegaron a una posada. El hombrón buscó asilo en el pajar y colocó el zurrón a su derecha; y la pobrecita niña, pensando que había llegado el momento de su muerte, volvió el alma hacia su madre y cantó así:
—Por los areticos, madre, que en la peña los dejé; que por ellos moriré, que por ellos moriré.
¡Amigos, qué voz la de la hijita de la viuda! Lo mismo que una rosa que se convirtiera en voz. Fina, dulce, blanda, parecía penetrar en el corazón como una luz e irse deshaciendo en copos. Y cuando la oyó el hombrón, que había pensado efectivamente asesinar a la niña, desistió de su propósito y se puso a calcular:
—Haciéndola cantar en todas partes ganaré lo que me dé la gana, y al cabo de unos años de trabajo la haré desaparecer y podré vivir tranquilo gozando del sosiego y la fortuna.
E iba desde aquella noche recorriendo aldeas, villas y ciudades, parándose en los mesones, visitando las tabernas, penetrando en los ventorros y enseñando en todas partes el zurrón. Para obligar a la niña cuando no tenía ganas de cantar, compró una lanza y la pinchaba con ella. Reunía a la gente y decía así:
—Este es el zurrón que canta, ¡el zurrón maravilloso que llama la atención de todo el mundo!Y le mandaba al zurrón:
—Canta zurrón, canta; ¡si no, te pincho con la lanza!Y con vocecita de oro, el zurrón cantaba siempre:
—¡Por los areticos, madre, que en la peña los dejé; que por ellos moriré, que por ellos moriré!
Pero —¡ved lo que son las cosas!—, andando..., andando, llegó el hombre del zurrón a la aldea de la madre de la niña; y —¡ved lo que son las cosas!— el hombre le pidió posada y la madre se la dio. Entró él en la cocina, se arrellanó junto al fuego, posó el zurrón a su lado, y dijo así:
—Yo, buena mujer, soy pobre. Pero tengo un zurrón que canta maravillosamente. Y os voy a pagar este favor haciéndole cantar...Y en el momento díjole al zurrón:
—Canta, zurrón, canta; ¡si no, te pincho con la lanza!
En cuanto la madre oyó la voz y entendió lo que decía, creyó volverse loca de gozo... ¡Era la voz de su hijita la que se le entraba en el corazón como una flecha; aquella voz tan querida, tan armoniosa, tan inconfundible! La de la hijita del alma que ella no se cansaba de llorar desde la tarde en que volviera al río a buscar los areticos. ¡Qué alegría tan grande la de la viuda! Pero supo disimularlo y aguardó con paciencia a que se durmiera el hombre. Entonces abrió el zurrón, sacó a su hijita del alma (demás está decir que se abrazaron como nunca de felicidad), y metió en su lugar un gato terrible.
A la mañana siguiente, el hombre cogió el zurrón y fue a presentar la maravilla al público. Se reunió mucho público, y el hombre mandó al zurrón que principiara el cantar. El zurrón como si no... El hombre le dijo así:
—Canta, zurrón, canta; ¡si no, te pincho con la lanza!
Y el zurrón, como si no. Desesperóse el hombre y dio un pinchazo. Del zurrón salió un bufido. Y el hombre con la lanza abrió un jirón y el gato terrible le saltó a la cara y le clavó las uñas en los ojos. En tanto, la hijita de la viuda refirió lo sucedido en el lugar, y en cuanto lo supo el público que rodeaba al hombre, se echó sobre él, le arrastró y le mató a pedradas.
Fin
Esta historia y desenlace refleja una forma de “justicia popular" característica del imaginario oral tradicional. Si bien puede resultar extremo desde una mirada contemporánea, es representativo de los valores narrativos de la época que dio forma a este cuento de edición de 1921, fiel a esas narrativas orales mucho más antiguas y donde el castigo colectivo simbolizaba la restauración del orden moral. Se presenta aquí en su forma original como testimonio de su legado cultural.