Juanito, el hijo desobediente

Basada en la versión de Carmen Rodríguez Alvear

En lo alto de una verde colina vivía un matrimonio con tres hijos. Aunque tenían su casita y una pequeña granja, eran pobres pero muy unidos. Toda la familia se quería mucho. Cierto día don José se sintió más cansado de lo habitual y le dijo a su esposa:
— María; hace días me persigue un fuerte dolor de cabeza, creo que enfermé.
Naturalmente, su mujer se preocupo mucho: corrió a la huerta y arranco algunas yerbas medicinales con las que preparo un remedio y le hizo descansar. Sabía que su marido trabajaba duro y sin rechistar, de modo que si se quejaba era porque algo le pasaba.
— ¡Ay, José! Te excedes en la granja: deja que los niños de ayuden un poco.
Acongojada, espero a que Juanito, Luisa y Benito llegaran de sus labores, ya que después de la escuela les tocaba recoger el heno para los animales. Así hubieron llegado les contó que su padre yacía enfermo.
— Él descansa ahora, pero tendrán que turnarse para ayudarle si acaso decide trabajar mañana, pues seria bueno que alguien esté a su lado para lo que pudiera necesitar.
Luisa y Benito se sintieron muy tristes al ver a su padre en tal condición y se comprometieron a apoyarle, pero a Juanito le molestó la idea.
— ¡Pero no es mi culpa que él esté enfermo! Entiendo que está viejo, pero necesito mi espacio.
Su madre, dolida ante la reacción de Juanito, le indicó que no se trataba de "culpas" sino de responsabilidades, y que como hijo debía respetar a su padre; comprendiendo la situación y apoyando las labores de la granja. Juanito —que ya le parecía suficiente trabajo la escuela y el heno— se puso furioso y salió alzando los hombros, dejando a su mamá con la palabra en la boca. Por supuesto todos quedaron dolidos, ya que nadie entendía porqué Juanito actuaba de ese modo, siendo además, el hermano mayor (aunque todavía niño).

Los días transcurrieron y don José no mostraba mejoría. Como sabía trabajar la granja mejor que nadie, era muy poco lo que los hijos podían hacer sin su dirección, así que un día empezó a escasear la comida. Cuando eso sucedió, don José no tuvo otra opción que volver a trabajar la tierra, aun en su condición.

Los hijos menores siguieron acompañando a su padre en las labores, tal como habían quedado. Luisa y Benito eran pequeños, y era poco lo que podían ayudar, pero aun así daban lo mejor de sí. Por otro lado, Juanito se había mal-acostumbrado a desobedecer a su madre, así que no se comedia a ayudar en nada y se dedicaba a matar pajaritos y a robarles sus huevos desde los pequeños nidos. Así un día don José lo descubrió lanzando piedras a otras criaturas, y le imploró:
— ¡Juanito! Sé que estás molesto porque no te he podido dar lo que como padre hubiera querido, pero te pido, por favor, no dañes a los animalitos: ellos son también parte de la vida y pueden sentir el dolor, así tanto como nosotros.
— ¡Qué sabes tú! —le respondió con soberbia, Juanito, que ya no podía llamarse Juanito... más bien "juanete" ¬¬
Su padre le respondió con sabiduría:
— Querido hijo: algún día entenderás que la vida es un poder superior a todos nosotros, y que así como ella nos da amor y alegrías, también entristece y puede enfermar.
— Si quieres que te acompañe —respondió Juanito— me dejarás hacer lo que me divierte.
— Si no está en tu voluntad acompañarme entonces ve a casa —le dijo don José, lastimado.
Juanito se fue muy bravo para la casa, pero en el camino vio que en la copa de un árbol había un hermoso pajarito cuyas plumas brillaban a la luz del atardecer. Su canto era hermoso y eso atrajo el interés del niño, quien tomó su resortera y —habiendo recogido varias piedras— se propuso cazar al indefenso pajarito.

Estaba por lanzar la primera piedra cuando el pajarito voló a otro árbol, así que el niño le siguió, apuntó su resortera y... de nuevo el pajarito voló al siguiente árbol. Y así siguió de árbol en árbol, alejando a Juanito de su casa. Mientras más se acercaba el niño, más lejos volaba la avecilla, y así pasaron horas y horas... para cuando Juanito se dio cuenta: estaba perdido en el bosque. Por supuesto que eso asustó mucho al rebelde chaval.

De pronto apareció sobre él una luz brillante y cegadora. Una voz profunda se oyó desde lo alto:
— ¡No temas! Te he traído aquí por que hay algo que necesitas saber.
Juanito, muy asustado, fue incapaz de articular una sola palabra. La voz continuó:
— Yo soy el que de mi idéntico ha surgido: la luz que está por sobre todo. Soy el universo que de mí procede para llegar hasta mí. Soy la vida que ves en los mares, en la Tierra y en el cielo. Soy el amor que el mundo desprende. Soy la sabiduría de tu padre y la razón de tu madre. Soy la paz de tus hermanos y tu propia esperanza. Soy todo aquello a lo que tú acudes cuando ya no tienes a nadie y cuando los tienes a todos. Yo soy el principio y el fin: el primero y el último. Soy el pasado y el futuro. Soy el presente y tú mismo. Soy la consciencia que ahora estás escuchando y también soy el corazón que hoy estás abriendo a la verdad de tu vida y existencia. Honra a tus padres y deja vivir a mis criaturas indefensas.
Por primera vez en mucho tiempo, Juanito lloró. Estaba estremecido, impresionado y conmovido. Pidió perdón a la voz, prometiéndose a sí mismo que de ahora en adelante volvería a ser el hijo que amaba a su familia y se portaba bien: ayudaría a su papá y haría caso a su mamá. En ese instante oyó cantar nuevamente al pajarito que había estado persiguiendo. Ahora su canto parecía más hermoso que nunca. El pajarito voló a través del bosque, y claro... Juanito lo siguió, pero esta vez con la esperanza absoluta de que lo llevaría de regreso a casa, donde sus padres y hermanos lo esperaban.

Juanito pidió perdón a sus padres, que lo abrazaron con mucho cariño pues se había perdido y ahora le habían encontrado. Desde ese día el hijo ayudó tanto a don José, que no volvió a faltar la comida en casa y su papá pudo reponerse de su enfermedad. Juanito terminó el colegio con buenas calificaciones y fueron siempre una familia unida y feliz.

Fin