Había una vez un viudo y una viuda, cada uno con una hija. Un día, el viudo y la viuda se casaron, pero poco después, el viudo falleció, dejando a su hija, Amanda, al cuidado de su madrastra. La mujer mimaba a su propia hija, Susana, mientras maltrataba a Amanda, obligándola a realizar los trabajos más duros de la casa. Susana, en cambio, vivía como una verdadera princesa.
Un día, la madrastra llamó a Amanda y le dijo:
— Tráeme fresas del bosque. Toma tu canastillo y ve a buscarlas de inmediato.— Pero —balbuceó tímidamente Amanda— estamos en invierno y en el bosque no hay fresas. Sólo encontraré hielo y nieve.— ¡Silencio, chiquilla! Debes hacer lo que te ordeno. Si te digo que me traigas fresas del bosque, es porque debes traerme fresas, ¿has entendido? ¡Sin excusas! ¿Acaso no te regalé un precioso vestido? ¿Qué más quieres? Póntelo ahora mismo, coge el canastillo y ve.— ¿El vestido es de papel? —gimoteó Amanda— ¡Me congelaré de frío!— Si te da frío, corres y entrarás en calor.— Sí, mamá.— ¡Te he dicho que no me llames mamá!— Sí, tiíta.
Amanda se puso su vestido de papel, tomó su canastillo, salió de casa llorando y se fue corriendo hacia la espesura. Así pasaron las horas, no encontraba fresas y ya era tarde. Cansada de tanto andar, llegó al medio del bosque y se sentó a descansar bajo las ramas de un enorme arce cargado de nieve.
Mientras descansaba bajo el árbol y perdida en los recuerdos de su padre, oyó unas vocecitas que hablaban muy cerca. Miró sorprendida hacia sus pies y vio a tres pequeños enanitos que parecían curiosos ante su presencia.
— ¿Qué queréis de mí? —preguntó desconcertada, Amanda.— Perdona, niñita, ¿qué haces a estas horas en medio del bosque y en pleno invierno? —preguntó un enanito.— Mi tiíta me ha mandado a recoger fresas silvestres.— Oh, ya veo —dijo otro enanito, mirando el canastillo— ¿Y no tienes frío con ese vestido de papel?— Sí, pero mi tiíta me ha dicho que corra para entrar en calor —dijo la inocente niña.
Los enanitos se miraron entre sí, preocupados, pero no dijeron nada.
— ¿Y ustedes qué hacen aquí? —preguntó amablemente, Amanda.— Verás —dijo el tercer enanito— la nieve ha tapado la entrada a nuestra casa y no podemos entrar. Tenemos mucha hambre y frío aquí afuera.
Compadecida la niña, les ofreció el mendrugo de pan que le había dado su madrastra:
— Tengan, es sólo un mendrugo. Repartidlo entre los tres y se os quitará el hambre. ¿Dónde tenéis vuestra casa?— ¡Gracias niñita! —respondió un enanito, aceptando el mendrugo y repartiéndolo con sus otros dos compañeros— Nuestra casita está muy cerca de ti, bajo las raíces del arce. Levanta aquella rama del árbol que está cubierta de nieve y podremos entrar.
Amanda levantó la rama del arce y vio una pequeña puerta, tan pequeña que solo cabía entrar de un enanito a la vez, y así lo hicieron. Amanda les abrió amablemente la puerta y ellos entraron con paso ligero, pero antes de cerrar la puerta, los enanitos susurraron entre sí:
— La niña es de corazón bondadoso y padece penurias: hay que hacer algo por ella...— Yo —dijo uno— quiero que cada día sea más hermosa.— Yo quiero que, en tanto le haga falta, cada palabra de sus labios se convierta en una moneda de oro —dijo otro.— Muy bien. Yo quiero que el rey se enamore de ella —dijo el último enanito.
Pero la niña no escuchó esa conversación susurrada, así que los enanitos le dieron las gracias y desaparecieron tras la puertecita que se cerró con un mágico... ¡blink! ♪
Amanda se despidió, pero antes de irse observó asombrada que, entre la nieve, habían crecido unas enormes fresas silvestres. Llena de alegría, llenó su canastillo y dejó junto a la pequeña puerta un buen montón de fresas para los enanitos. Lo que Amanda no sabía era que ellos mismos habían hecho crecer las fresas para que ella las cogiera.
La niña tomó un sendero de regreso a su casa. Y aunque había pensado en correr para entrar en calor debido al frío, extrañamente un aire cálido la acompañó durante todo el trayecto. Amanda no le dio tanta importancia y se fue feliz con el canastillo lleno de fresas.
Cuando llegó a casa, la madrastra y su hija se asombraron muchísimo de que Amanda hubiera hallado fresas en mitad del invierno. Pero su asombro fue mayor cuando comprobaron que cada palabra que Amanda decía, se convertía en una brillante moneda de oro.
— Ese bosque debe estar encantado —dijo envidiosa, Susana— Mamá, prepárame mi vestido de pieles que yo también quiero ir a buscar fresas al bosque.
Así lo hizo la madrastra, y cuando Susana llegó al medio del bosque, siguiendo las huellas en la nieve que había dejado Amanda, se sentó bajo el mismo árbol a descansar. Al cabo de un rato, aparecieron los tres enanitos al lado de su pie.
— ¡Enanos feos! ¿Qué hacen aquí? —preguntó insolente, Susana, pasmada con el encuentro.— Verás —dijo un enanito— la nieve ha tapado la entrada a nuestra casa, justo al lado tuyo, y no podemos entrar. Tenemos hambre y frío. ¿Podrías ayudarnos?— ¡Coman nieve entonces! ¡Ja ja ja! —rio indolente, Susana.— Pero moriríamos de frío —dijo el otro enanito.— ¡Pónganse a correr entonces, y entrarán en calor!— Pero somos muy viejos para correr, nos helaríamos muy rápido. ¿No podrías simplemente ayudarnos a entrar a nuestra casita? Sólo necesitarías levantar aquella rama del arce cargada de nieve... por favor, dulce niña. —rogó el tercer enanito, señalando hacia la rama que tapaba la raíz del árbol.
Susana, malintencionada, hizo una gran bola de nieve y la arrojó sobre la rama, tapando aún más la entrada y la pequeña puerta. Los enanitos, cansados de buscar algún ápice de bondad en el indiferente corazón de Susana, susurraron entre sí:
— Ha sido una niña mala, pero debe aprender la lección.
Así, cada enanito pensó en un castigo. Por supuesto, Susana no escuchó nada, porque ya se había ido de ahí, abandonando a los tres enanitos a su suerte. Afortunadamente, un zorrito que pasaba por ahí había oído la conversación y no dudó un instante en despejar la entrada a la casita para ayudar a los enanitos. Estos se introdujeron rápidamente en su casa, cerrando la puerta con un mágico... ¡blonk! ♪
Mientras tanto, Susana no había encontrado "fresas mágicas", así que regresó a su casa. Su madre la reprendió.
— ¡Hija!, ¿por qué tardaste tanto?
Malhumorada Susana, comenzó a maldecir y cada palabra que decía se convertía en un sapo.
Pasó el tiempo, y Amanda y Susana crecieron: Amanda cada día era más hermosa, pero Susana cada día era más fea. La madrastra, para vengarse, ordenó a Amanda que fuera a lavar ropa al río en pleno invierno. Amanda, que para entonces ya era una bellísima doncella, obedeció, y mientras lavaba en el río fue que apareció el rey de la comarca...
Por supuesto, el rey aún no tenía reina. Éste había salido a cazar al bosque y cruzando el río se encontró con Amanda, quedando perdidamente enamorado ante su belleza y admirado de verle expuesta, con valentía, a los elementos de la naturaleza.
La doncella, sorprendida, le correspondió, asintiendo a su galantería con graciosos ademanes, pero sin decir una palabra para evitar revelar el encanto de los enanos. Ella también se había enamorado del rey. Así fue como Amanda fue llevada al palacio, y a los pocos días la noticia de que el rey se casaba corrió por todo el reino, celebrándose una hermosa y feliz boda.
La madrastra, envidiosa por la suerte de su hijastra, quiso vengarse, y junto a Susana fueron al palacio para hacer alguna maldad, pero fueron descubiertas a tiempo expulsadas del reino. Amanda y el rey fueron muy queridos por sus vasallos, y se dice que tuvieron larga vida reinando con dignidad y justicia.
Fin