Me había dicho que vería a los pescadores, pero cuando llegamos no se veía ningún bote. Sólo, afirmado en una casa, había una especie de espantapájaros al revés. El papá dijo que era un traje de buzo secándose. Pero a esa hora no había sol.
Una señora salió de la casa del buzo, traía un canasta tapado con un mantel blanco. Por el olor supe lo que vendía. Eran tortillas al rescoldo. Compramos el pan. Era muy bueno, con cáscara dura y la masa como apretada. Eso me quitó un poco el frío. A esa hora ya aparecieron unos pocos rayos del sol y pude ver mejor el mar. Es inmenso y parece que no termina nunca. En un libro leí que cubría casi todo el planeta.
La más sorprendida con el mar era mi hermana. Le preguntó a la mamá.
-¿Cómo se mueve? -luego dijo- Parece que tiene leche.
¡Lo que son los niños chicos! Era la espuma. Como a las once, cuando ya me había sacado el gorro, y me había mojado las botas, vi los botes regresando.
Los botes de los pescadores eran grandes, de madera, pintados de amarillo, de verde, de rojo, de todos los colores. Me dio susto que se hundieran porque había marejada y venían muy cargados. Poco antes de tocar la playa apagaron los motores empezando a remar. Se venían con el impulso de las olas, los esperaban jóvenes y niños que los arrastraban en la arena. Ahí llegó mucha gente a buscar los pescados grandes, plateados y brillantes.
Almorzamos pescado ahumado en una especie de restaurante, al lado de la playa. Mi hermana dio vuelta la bebida dentro del balde donde tenía las conchitas y piedras que había recogido. En la tarde jugué a ser navegante y vi como cosían las redes. Eran inmensas y tenían a los bordes unas pelotas muy brillantes de colores. Las llaman flotadores.
Al anochecer llovió. En el viaje de vuelta a casa, primero se quedó dormida mi hermana, luego yo. Parece que soñé que era marino y viajaba por todo el planeta Tierra.