Hubo una vez un rey que deseaba poseer el gallo de pelea más fuerte y temido del reino. Para ello, encomendó a su mejor domador la tarea de entrenar a un ejemplar formidable.
El domador eligió a un gallo vigoroso, de porte imponente y espíritu indomable, pero su bravura era aún descontrolada, encendida por el más mínimo desafío. Pasados diez días, el rey, impaciente, preguntó:
—¿Ha llegado el momento? ¿Puedo ya organizar su primer combate?—No todavía, mi señor. —respondió el domador— Su fiereza sigue siendo ciega y apasionada; cada vez que oye el canto del gallo de la aldea vecina, se encoleriza y pierde el control. Aún no es digno de la lucha.
El rey asintió y permitió que el entrenamiento continuara. Diez días después, volvió a indagar:
—¿Está listo ya?—Ha mejorado, majestad. —dijo el domador— Su furia no es tan inmediata, aunque aún se estremece y su cuerpo delata el impulso del combate. La emoción lo domina, aunque con menor ímpetu.
El rey, intrigado, accedió a esperar. Tras otros diez días, insistió una vez más:
—¿Y ahora? ¿He de ver finalmente la grandeza de mi gallo?—Ahora su espíritu está templado. —respondió el domador— No se inquieta con el canto ajeno ni se deja llevar por la provocación. Se mantiene erguido, sereno, con la energía contenida en su interior. No necesita demostrar su poder, pues su sola presencia inspira respeto.
Convencido de que el gallo estaba listo, el rey ordenó el combate. Sin embargo, cuando el rival lo vio, no hubo lucha: el otro gallo, temeroso, se escabulló sin siquiera alzar la vista.
El rey entonces comprendió que la verdadera fuerza no radica en la furia del combate, sino en el dominio de uno mismo.
Fin