Cuentos Clásicos
El Reino de los Cuentos Perdidos

El Árbol de las Mil Estrellitas

Adaptación del cuento tradicional “El árbol de las estrellitas blancas"

Abeto

Cuenta la brisa del desierto —aquella que todo lo sabe pero poco lo cuenta— sobre una noche singular, hace unos dos mil años, más o menos, en la que la alegría esparcida entre los corazones humanos logró que la magia se respirara en el aire...

Un niño había nacido en una cueva iluminada por el suave resplandor de un misterioso astro en el firmamento. Cerca de la cueva se erguían tres árboles: una altísima palmera, un viejo y sabio olivo, y un solitario abeto que, milagrosamente, había llegado a crecer en el desierto —muy lejos de donde suelen crecer los de su especie— ello, gracias a una semilla transportada por un petirrojo migrante desde las frías tierras del norte. El abeto, aunque joven y ajeno a esas tierras, tenía un alma pura e inocente.

Esa noche especial, los árboles adquirieron una extraordinaria facultad: podían hablar, reír y bailar como las personas. Los pastorcillos y algunos habitantes del pueblo, motivados por un impulso fraternal y con sus rostros alegres y llenos de dicha, se acercaban a la cueva llevando corderos, pan y queso, y otras ofrendas humildes para el recién nacido, quién —por cierto— había recibido la visita de tres enigmáticos magos llegados de Oriente.

Presenciando semejante gala por un nacimiento humano, la palmera, con su arrogante altura y hojas largas como brazos, miró a sus vecinos y dijo con orgullo:
— Yo ofreceré al niño mi palma más grande; la pondré sobre su cuna para que con suave movimiento, refresque su rostro.
El olivo, con su tronco torcido y sus ramas llenas de frutos, asintió y añadió:
— Y yo le daré mis aceitunas más finas para ungir sus piececitos y no sienta dolor en aquel duro pesebre que lo acoge.
El abeto, sin embargo, permaneció en silencio. No sabía qué ofrecer, pues su madera resinosa no parecía tan útil en ese momento, y sus ramas tampoco eran tan elegantes como las de sus vecinos. La palmera, al notar su silencio, lo miró con desdén y preguntó:
— ¿Y tú qué le darás al niño? ¿Acaso tienes algo que ofrecerle?
El abeto, entristecido, respondió en voz baja:
— ¿Qué podría ofrecerle yo? Mis ramas y frutos no son como los vuestros, y mis agujas tan puntiagudas... no quisiera incomodar al niño.
La palmera rio con dureza:
— ¡Claro! No tienes nada que ofrecerle, no es de extrañar, con esas ramas tan punzantes le harías daño, ¡pincharías sus deditos y le harías llorar!
El olivo, un poco más reflexivo, añadió:
— Tal vez podrías ofrecerle tu resina a su padre, dicen que es carpintero; aunque probablemente el niño se pegaría sus manitos, y su madre tendría que lavarlo.
El abeto se sintió pequeño y desvalido, como si el peso de su propia existencia lo aplastara. Sus lágrimas de resina se volvieron amargas mientras se deslizaban lentamente hacia el suelo.
— No llores, no llores —dijo la palmera con preocupación fingida— No querrás ensuciar a los pastorcillos y magos con tus lágrimas.
El abeto intentó contener su dolor, pero no pudo.

Sucedió entonces, que un espíritu celestial que pasaba por allí escuchó la conversación y los sollozos del abeto. Su corazón se llenó de compasión por aquel árbol humilde y de buen corazón, que deseaba dar algo, pero no tenía más que tristeza para ofrecer.

El mensajero protector, tocado por su dolor, voló al encuentro de otro amigo celestial y le dijo:
— Este árbol sufre porque no tiene nada que ofrecer al niño. Tiene un alma pura y generosa, pero el mundo no le ha dado nada con qué. Vamos a llevarle un poco de la luz del cielo para que le regale algo al niño.
Así, los dos alados celestiales ascendieron al cielo y sobre el prado del firmamento comenzaron a cortar, con sus manos delicadas, las estrellas más hermosas y brillantes de diciembre. Aquellas, como gotas de rocío, lucían esparcidas cuan pequeñas margaritas blancas en el campo celestial.
— Tomemos las más hermosas —decían—, las que harán brillar los ojos del niño.
Y, con gran cuidado, fueron dejando una a una esas estrellas sobre las ramas del abeto. Cuando terminaron, el árbol, cubierto de luces resplandecientes, parecía el guardián de un jardín divino.
— ¡Mira cómo resplandece! —exclamaban— ¡Este es un regalo digno para el niño!
Los ángeles se acercaron al tronco del abeto y, con un suave toque de sus alas, le susurraron:
— Ve al portal, pequeño árbol, y lleva esta luz a la cueva. El niño te verá y se alegrará de tu presencia.
El abeto, radiante de felicidad, se acercó lentamente a la cueva, temeroso de perder alguna estrella en el camino. Al llegar, la madre del niño sonrió impresionada, y con ternura invitó al abeto a entrar:
— ¡Pasa... pasa, buen abeto, que mi niño te quiere ver!
Y cuando el niño levantó sus ojitos brillantes y vio el árbol cubierto de estrellas, su rostro se iluminó de alegría, como si su corazón entero brillara también.

Esa noche, el abeto estuvo junto al pesebre del niño, iluminando la oscuridad con su luz suave y cálida. Allí, las lágrimas de alegría del pequeño se transformaban en sonrisas en los rostros de sus padres y de los visitantes que habían tenido la buena fortuna de encontrarle.

Desde entonces, cada Nochebuena, muchas buenas gentes de la Tierra adornan, en el rincón más destacado de sus hogares, un pequeño abeto de luces brillantes para recordar aquella primera noche mágica que ofreció al mundo un humilde mensaje de paz y de buena voluntad.

Fin