Cuando era niño, Nefelio solía tumbarse en el campo, sobre la hierba, para contemplar las nubes, pues sentía que el cielo era un enorme tapiz azul presto a ofrecer sorpresas. Lo veía como a un escenario vivo, mutable, donde las nubes jugaban al igual que los muchos niños de todas las épocas. Así pues, se divertía imaginando que sus caprichosas formas representaban objetos, animales o rostros familiares: aquella parecía un castillo, aquella otra un conejo, la de más allá un jefe indio con su penacho de plumas... Esas figuras efímeras, moldeadas por el capricho del viento, despertaban en él un especial asombro que guardaba en su corazón creativo.
Con el tiempo, Nefelio estudió arte y se fue aficionando cada vez más a la escultura. En su taller, rodeado de virutas de madera y bloques de barro, tallaba o moldeaba distintas figuras. Nefelio intentaba capturar la belleza de aquellas formas imposibles. Pero sobre todo le gustaba experimentar con materiales nuevos e inventarse las formas más insólitas. Sin embargo, aunque por más que intentara nuevos conceptos e ideas, siempre sentía que le faltaba algo.
“¿Cómo replicar la ligereza de una nube o la gracia con la que se disuelve en el horizonte?" —solía pensar.
Su arte, aunque admirable, parecía pequeño comparado con las obras maestras del cielo.
Vivía en una época donde la ciencia avanzaba con la misma rapidez que las nubes cruzaban el firmamento, así que la técnica marchaba muy deprisa. Y en cuanto sabía de un nuevo material o un nuevo sistema de trabajarlo, Nefelio experimentaba con ellos en busca de nuevas y asombrosas formas y posibilidades, absorbiendo así todo aquello que le llegara, como si fuese un escultor y un alquimista a partes iguales.
El muchacho se fue convirtiendo en un escultor experto, para quien no tenían secreto las distintas técnicas; pero, a pesar de sus logros, seguía recordando las nubes que tanto le gustaba contemplar durante su niñez. Por eso su corazón siempre miraba hacia arriba, y a menudo pensaba que ningún escultor había logrado jamás nada que pudiera compararse a aquellas formas suaves e ingrávidas que cruzaban el cielo majestuosamente.
Sucedió durante una tarde en la que el cielo ardía en tonos anaranjados que una idea brillante lo golpeó con la fuerza de un relámpago:
—¿Y si pudiese esculpir nubes? ——se preguntó, imaginando una máquina de ensueño.
Una nubecita con forma de pulpo que pasaba en ese momento terminó por completar su idea.
—¡Sí, sí... esculpiré nubes! —exclamó ilusionado, e inmediatamente puso manos a la obra.
La locura de la idea lo electrizó. ¿Por qué no? ¿Acaso no era el arte una forma de diálogo con la naturaleza? Durante meses trabajó con devoción, como si una fuerza superior lo guiara. Su taller se llenó de planos, motores y prototipos extraños. Al fin, nació su máquina: "La Esculpenubes". Un aparato volador provisto de una serie de artefactos especiales: tubos por los que salían chorros de aire, otros por los que salía vapor de agua, refrigeradores para enfriar el vapor, y dispositivos que lo teñían con colores nunca antes vistos en los cielos añiles.
—“El viento y los cambios de temperatura y presión del aire dan forma a las nubes." —pensaba Nefelio— “¿Por qué no puedo hacer yo lo mismo?"
Ante su primer vuelo, le pareció que temblaban sus manos y que su corazón saldría volando como otra nubecita más. Así pues, armado de valor activó su máquina, confiando en que sus sistemas responderían adecuadamente y tal como lo había contemplado. Elevándose con su máquina entre las corrientes de aire, llegó placenteramente hasta los nimbos, y ahí comenzó a moldear su primera nubecita. En las alturas, soplos de aire refinaban los bordes; vapor añadido aumentaba su volumen; sutiles variaciones de temperatura daban cuerpo a su creación. Una vez satisfecho, retrocedió con La Esculpenubes para admirar su trabajo. Allí, suspendida en el cielo, flotaba una hermosa figura que parecía viva: un colibrí con alas extendidas.
Y así continuó, en su aparato volador, Nefelio se dedicaba a dar formas variadas a las nubes, puliéndolas con chorros de aire, añadiendo masas de vapor donde le parecía oportuno, enfriando o calentando para variar la consistencia, añadiendo vistosos colorantes en algunos casos, que en pleno día daban a los nimbos los tonos del crepúsculo...
Desde aquel día, el cielo dejó de ser un lienzo sujeto solo al capricho de la naturaleza. Nefelio lo convirtió en un museo de arte; esculpiendo formas que transformaban el paisaje: dragones dormidos sobre montañas de aire, árboles cuyas ramas se extendían como promesas en el horizonte, incluso ciudades efímeras que se desvanecían cuando el viento era muy fuerte.
El mundo —abajo— miraba con asombro sus creaciones, pero él solo pensaba en hacer felices a los niños y a las personas con alma de niños. Pues como el propio Nefelio había hecho de pequeño, los niños también solían contemplar, en los días soleados, las escasas nubes blancas que surcaban el cielo. Así, pequeños ojos comenzaron a mirar hacia arriba, y cada vez más pequeñas voces reían con alegría:
—¡Mira, aquella nube tiene forma de manzana!—¡Y aquella otra parece un perro!—¡Y hay una pequeña de color verde que parece ranita!
Gritaban entusiasmados.
Y, en efecto, era totalmente cierto, pues Nefelio estaba esculpiendo las nubes, como de niño había hecho con su imaginación.
Sonreía feliz el escultor piloteando La Esculpenubes, su asombrosa máquina voladora. Sonreía tomando la magia de los cuentos leídos en su infancia para plasmarla en el cielo y que éstos nunca se extinguieran. Quizá las nubes no eran perpetuas, pero mientras flotasen en el aire, sabía que su arte viviría para siempre a través de aquellos corazones cuyos ojos las descubriesen con asombro.
Así, Nefelio convirtió el cielo en su galería de arte para el mundo entero: un museo sin paredes ni tejado, donde las ideas danzaban entre los vientos, libres y eternas.
Fin